La de la luna, la mediterránea, la flash, la cronodieta y por qué no, la de la ciencia. Porque en esto de bajar, mantener o quejarse del peso todos opinan y, como ya sabemos, la ciencia tiene que dar una respuesta, compañeros.
Entonces, manos a la balanza que hay mucho por experimentar en esto de las dietas, las comidas, las tostadas con queso magro y las acrobacias para ponerse el pantalón del año pasado.
Vamos a lo obvio: si comemos de más y no hacemos ejercicio, vamos a engordar y así no hay ciencia que valga. Pero más allá de estas obviedades (comer menos, elegir los alimentos y ejercitarse) hay algunas novedades científicas que vale la pena repasar a la hora de pensar en la playa y en los centímetros.
1. El tamaño importa. En uno de mis experimentos favoritos, Brian Wansink y sus cómplices de la universidad de Cornell, les dieron de tomar sopa a unos estudiantes en un plato que se llenaba solo, continua e imperceptiblemente, a través de una manguera escondida debajo de la mesa. Así fue como estos Mafaldos experimentales terminaron comiendo un 73% más que en un plato normal (aunque creían que habían tomado una porción estándar). Así, comemos lo que nos pongan delante y sólo paramos cuando el plato está vacío. En palabras de los investigadores, la gente cuenta las calorías con los ojos y no con el estómago. Para esto hay algunas soluciones concretas: reducir el tamaño del plato hace que comamos hasta un 22% menos y comprar porciones más chicas (si adquirimos una súper bolsa de papas fritas, en general dura unos pocos días). En otras palabras: lo pequeño es hermoso (y dietético).
2. Mas vale solo... Ya lo dijo Oscar Wilde: "Mi doctor me indicó dejar de tener cenas íntimas de cuatro comensales a menos que haya otras tres personas presentes." El asunto es que cuantos más somos, más comemos. En principio, se sabe que en las mesas con más personas se pasa más tiempo y, en consecuencia, se tiende a comer más. Esta facilitación social de la comida no es poca cosa: se come hasta un 60% más si uno está acompañado. Está bien, seguramente la pase mejor, pero después no hay balanza que aguante.
3. Hace frio y me falta un abrigo, pero pierdo peso. Más que de cambio climático podríamos hablar de cambio dietético: hay datos que indican que, a mayor temperatura en los hogares, más rollitos en las panzas. La solución es simple: cuando llegue el invierno bajemos unos grados el termostato. No tendremos frío y el cuerpo sabrá qué hacer con las grasas.
4. ¡A dormir! Sí, no dormir o dormir mal nos puede hacer ganar peso. Y si recordamos que ya estamos durmiendo bastante menos que lo necesario -incluso los chicos-, exagerar esta tendencia puede tener consecuencias graves. Durante el sueño se liberan factores que reducen el apetito y si no dormimos se secretan otros que lo aumentan. De esta ensalada surge que la deprivación de sueño es un factor de riesgo para la obesidad. No sólo eso: hay que tratar de dormir en la mayor oscuridad, ya que, al menos en ratones de laboratorio, la exposición nocturna a la luz produce un aumento de peso de alrededor del 10%. Algo similar podría ocurrir con los trabajadores en turnos rotativos, que van a estar recibiendo luz -y comida- en los horarios menos adecuados.
5. Elegir en dónde nos sentamos. El mismo Wansink (el de más arriba) descubrió que las personas con un índice de masa corporal alto se sientan, en promedio, unos 5 metros más cerca de la mesa del bufet, y que un 75% de ellos tienden a sentarse mirando la comida (en comparación con un 26% con índice de masa corporal bajo). Mejor mirar para otro lado y sentarse cerca del baño.
6. En la variedad no esta el gusto. Resulta que si nos ofrecen tres tipos distintos de sándwiches o de galletitas vamos a comer mucho más que si nos ofrecen tres iguales. Así que hay que ir contra nuestro instinto de como todo lo que tengo enfrente y quedarnos con pocas variedades de lo mismo (salvo de frutas y verduras).
7. Sazonar cientificamente las entradas. Un experimento reciente encontró que si se sirven primero unos buñuelos con salsa de capsaicina (la sustancia que hace que los ajíes picantes sean tan picantes), los comensales comerán unas 200 calorías menos en el resto del almuerzo. Por ahora no hay capsaicina en el supermercado, pero.
Hay más, claro. Sabemos que el estrés cotidiano nos hace comer más (y, en particular, nos hace desear alimentos ricos en calorías), y que en ciudades con más polución en el aire la gente engorda más. Un Siddharta Kiwi ahí, por favor. Conocemos también desde hace tiempo que una de las ventajas de reducir la ingesta de calorías es que se vive más (y si uno es un ratón de laboratorio puede llegar a vivir mucho más).
Como sea y más allá de estos pequeños tips científicos, volvamos al principio: no hay con qué darle. Habrá que comer menos y mejor (prestando especial atención a la densidad de calorías, o sea, a las calorías por unidad de peso de los alimentos) y moverse más. Si lo dice la ciencia...
* El autor es doctor en Ciencias Biológicas, profesor de la UNQ e investigador del Conicet